Para Shamu, China (Departamento de Ofertas Vestimenta Masculina América del Sur)
Estimados Shamu: en primer lugar los felicito por la decidida voluntad con la que encaran el negocio. Lo digo con conocimiento de causa, mi familia estuvo años en el negocio de las telas; mi abuelo tenía una tienda (La Piedad) en la calle Mendoza. Llegó a ser un importante casa de telas y mercería en la década del treinta pero algún vaivén posguerra les supuso la quiebra. Sin embargo nos quedaron telas finísimas luego de la convocatoria y nuestra familia se reinventó y pasó al negocio de la costura. Me crié arrullado por el ruido de las máquinas de coser, los chas chas chas de los tijeretazos y el silbido de la tijera abierta rasgando recto las telas marcadas.
La gente de entonces entraba al negocio y tocaba las telas, comparaba el tacto. Por caso a veces se llevaban un retazo por ejemplo “para probar con la luz del día”. Las palabras y los dedos eran las medidas universales: “¿lo quiere firme o con caída?” o el “¿para qué lado se acomoda el señor ?“ que nos hacía matar de la risa. No había compra sin conversación, ni prenda sin historia y un proceso virtualmente eterno de ajustes entre el cuerpo y la ropa. Hoy, en cambio, comprar ropa o cualquier cosa es todo casi una sorpresa. Se compra sin tocar, se paga sin hablar, se recibe sin mirar. La tela ya no se elige: llega.
Además de esta razón histórica, genealógica si se quiere, se da el caso que mi mujer ha descubierto en los catálogos de Shamu cientos de cosas que enviaron de modo gratuito, en estos días que los cadetes de empanadas se llevan dos de cada docena. Una de esas encomiendas motiva esta carta.
El tema es que con apenas un puñado de razones declaré una asimetría entre las compras que hacía ella y mi magro ropero desgastado (guionado en parte, verguenza me da confesarlo, por el portero del edificio que llevaba una cuenta malintencionada). Mi esposa, con la grandeza que la caracteriza, me propuso renovar mis pantalones. Sorprendido por el gesto, le declaré que sean los más baratos y sencillos del mundo. Sonrió y me dijo que no me preocupara, que había unos de tercera mano. Resultó que costaban diez dólares las dos docenas, me sentí redimido y pronto llegaron los pantalones con otro millar de prendas en bolsitas (buenísimas las bolsitas).
Justamente hablando de eso es que noté que de los veinticuatro pantalones, ninguno, o sea cero, tiene bolsillo. Claro, mi esposa no escatimó esfuerzos a mis pedidos de austeridad y me recordó con sorna la formulación exacta de mi pedido, a la vez que me convidó a comprar mi propia vestimenta citando mi fecha de nacimiento.
El tema, se lo expliqué y hago lo propio ahora, es de índole ético y metafísico.
Porque tampoco eran pantalones de kimono, o sea no lisos. Era peor: tenían falsos bolsillos. Nada es que carezcan del utilísimo invento a los fines de guardar llaves, monedas y billetes o el número de la farmacia. Lo que me parece más indignante es que no puedo meter las manos en los bolsillos (porque no existen) pero no puedo dejar de intentarlo y mi familia está atenta a la burla.
Como bien decía Jean Baudrillard, el mundo moderno perfeccionó el arte del simulacro: parecer sin ser, ofrecer sin dar, prometer sin fondo. Y en mi caso, siendo alguien moldeado en la metafísica clásica de los sastres, en mi concepto de pantalón está el de bolsillo. Desde luego que no es un error de confección. El falso bolsillo no oculta su mentira: la exhibe. Es el simulacro perfecto. El bolsillo verdadero implicaba profundidad, papeles arrugados, polvo, restos de vida, un vuelto olvidado o un teléfono escrito en una servilleta.
En fin, quisiera pedirles que en el futuro consideren como una generosa travesura “equivocarse” y poner un par de bolsillos reales (ahora son un tipo de bolsillo: los “reales”, “los que existen” de este lado y “los que no existen” de este otro lado), en cada docena de pantalones ofertón raspa. Piensen en la alegría de una buena persona que mete la manos por haberse olvidado de que eran una fachada pero que, sin embargo se revele que eran, por así decirlo, una falsa mentira. De esa manera sabrá que, en algunas cosas, todavía existe la profundidad.